domingo, 27 de marzo de 2011

Cartas a mi entrenador, volumen 3.




Hola entrenador, ¿qué tal todo por tu tierra infinita?

Hoy te traigo un cuento. Sé que te gustan y no se me ocurría un regalo mejor dada la fecha que se acerca. Pagarte con la misma moneda con la que compraste mi pasión.



El escultor de ilusiones


Era el cumpleaños de Mateo. A pesar de sus ochenta y cuatro años, hoy estaba nervioso como un niño el primer día de clase. No era su aniversario lo que le hacía tener las manos sudorosas y la voz quebrada. Era que ese mismo día, después de más de sesenta años de profesión llevada con discreción y anonimato, se exponía su obra en la Galería Nacional de Arte de Huesca. Eran tres bustos y una escultura abstracta que había creado en su taller del pueblo, encerrándose durante horas y gastando su pensión en materiales y herramientas. Pero hoy, parecía que todo ese esfuerzo había tenido su pequeña recompensa. Y al nerviosísmo propio del estreno, también le acompañaba una felicidad profunda que le ayudaba a sobrellevar el estrés del protocolo.

Faltaba sólo una hora para la apertura de la galería cuando su hijo Javier le acercó su teléfono móvil explicándole que tenía una llamada del alcalde del pueblo. Mateo agarró el artefacto electrónico como si de una cerveza se tratase, y poniendo su típica cara de desagrado ante el avance tecnológico, contestó al teléfono con con los mismos nervios que ya traía por la gala más un pequeño extra por recibir tan solemne llamada. La conversación no duró más de un minuto y Mateo le devolvió el teléfono a su hijo mientras le explicaba que Don Leopoldo, el alcalde, quería que se encargase de crear ocho esculturas grandes para poner en las ocho plazas del pueblo. Y que necesitaba la primera de ellas para dentro de dos meses, pues las elecciones estaban cerca y quería hacer un homenaje al escultor más ilustre del pueblo dentro del periodo preelectoral. A pesar de la reacción de alegría que su hijo tuvo al conocer la noticia, esta vez parece que no sirvió aquello de "el entusiasmo se contagia" y Mateo se puso serio. De golpe, todos los nervios desaparecieron y pudo asistir al evento de la galería sin mayor problema. No obstante, parecía distraído. Solo aquellos que le conocían bien sabían que en realidad él ya no estaba en aquella galería. Mateo estaba encerrado en su taller del pueblo desde el mismo momento que había colgado el teléfono.

Las siguientes semanas fueron malas. No sólo se encerró a trabajar unas catorce horas diarias sino que además, en una consulta rutinaria al médico, se le diagnosticó una enfermedad letal y en un estado avanzado. El viejo escultor no hablo a nadie del tema y siguió trabajando. A sólo una semana de la presentación de su primera escultura para el pueblo, recibió otra llamada de Don Leopoldo para explicarle que a pesar de necesitar la obra para el lunes siguiente, su homenaje debía ser retrasado hasta la segunda obra. Eso eran cuatro meses más. Mateo no le dio mucha importancia al retraso del acto y siguió trabajando hasta cumplir el plazo entregando así la primera de las ocho esculturas.

En la presentación de ésta obra estaba todo el pueblo reunido. Era en la plaza del ayuntamiento y la tela que cubría la creación de Mateo dejaba ver una estructura de unos cuatro metros, con picos y ángulos bien marcados. La expectación era notable. Don Leopoldo por un lado y Mateo por el otro sostenían el telón. Ambos estiraron descubriendo así una escultura gris, metálica, de forma hexagonal y que tenía en el centro un cristal translúcido. El pueblo enmudeció. No les gustaba y poco se tardó en que alguien desde el fondo así lo dejase ver. Mateo quedó triste y volvió a su taller a reflexionar. Pasó una mala noche, tanto por su recuerdo de la reacción de su gente como por la tos seca que apenas le dejaba respirar. Esa noche Mateo pensó mucho.

Durante los cuatro meses que le restaban para la entrega de su segunda obra, subió a quince y dieciséis horas diaria su jornada. Esta vez fue un cilindro de poco más de dos metros con un pie de hierro forjado y otro cristal en el interior del tubo. Tampoco gustó y algunos del pueblo empezaban a cuestionarse si debía hacer las seis esculturas que restaban. No obstante, el plan se llevó a cabo con todas las obras acordadas. Una pirámide, una masa informe, unas barras paralelas... todas ellas con un cristal translúcido de aspecto sucio. Todos ellos también contaban con el desagrado del pueblo y todos ellos habían sido causa y consecuencia del deterioro físico que Mateo sufrió durante los cinco años que tardó en acabar.

No había pasado una semana de la exposición de su última obra cuando Don Leopoldo fue a visitarle personalmente para comunicarle que su homenaje por fin tenía fecha definitiva. No pudo decírselo, porque cuando su hijo Javier subió a avisarle le encontró muerto en su cama. Nadie sabía aún de su enfermedad y nadie lo sabría ya de su boca. El escultor había muerto en el primer día de verano del año. Eran las doce del medio día y el sol estaba en su momento álgido. Tal es así que cuando los rayos de luz impactaron verticalmente sobre la primera de las esculturas expuesta en la plaza mayor, un potente arco iris nació en el cristal turbio y se proyectó horizontalmente a lo largo de toda la calle, a escasos centímetros del suelo, y fue a dar en la segunda escultura. Como si de un espejo se tratase, el segundo cristal orientó el haz hacia la calle diagonal. Hasta la tercera. La pirámide hueca recibió el chorro de luz multicolor en su corazón de cristal y lo envió a la cuarta plaza. Una a una se fueron conectando y ofrecieron al pueblo un espectáculo visual que difícilmente podrán olvidar. Era increíble que en un día tan luminoso se pudiera ver con tanta nitidez los colores de la naturaleza, pudiendo acercarte a ellos y tocarlos con la mano. Los niños jugaban a traspasar el haz y los ancianos se acercaban ajustándose las gafas de ver de cerca. El pueblo entero reconoció que aquella era la mejor obra escultórica que habían visto nunca, pues no sólo te permitía verla, sino ilusionarte con ella.

Mateo tuvo un entierro mucho más multitudinario de lo que él jamas hubiera pensado. Y para recordarle, se puso una inscripción en el pie de cada una de sus ocho obras. Todas decían lo mismo: "Nos sirva esta pieza de ilusión para recordar que nuestra obra más grande es la suma de nuestra vida. Los éxitos y fracasos son imperceptibles en la eternidad."


1 comentario:

  1. Oh-my-God, me he pasado la parada del bus leyéndolo camino al trabajo... Qué chulo!
    (Mateo?? jeje...)

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