lunes, 5 de septiembre de 2016

Niño envenenado



No sé vosotros cómo lo vivisteis, pero en mi caso recuerdo perfectamente lo que yo creía que era el baloncesto antes de meterme a fondo en él. Para empezar, era un deporte donde tocarse ya era falta. Además, el balón era mucho más duro que los dedos de los jugadores. Por último, en este extraño juego, el entrenador estaba muy presente y muy a menudo de manera intimidante. En resumen, era una actividad sin trascendencia ni transcendentalismo alguno -más aún viniendo yo de practicar el ancestral arte marcial conocido como kárate- y que solo podía explicar sus adeptos con aquello de la espectacularidad de los saltos, los mates y los lanzamientos acrobáticos.

En concreto, la figura del mencionado entrenador me daba escalofríos. La disciplina que impartían todos, a mis ojos, no era propia de la población civil. La idea de equipo no distaba de la de batallón y el coach era el temido Sargento Hartman, siempre dispuesto a apuntarte con el índice mientras hace públicas tus vergüenzas. De cualquiera de las formas, en aquellos mis diez u once primeros años de vida, nada me había hecho sospechar que aquel deporte tenía algo escondido para mí.

Gracias a Dios y a mi primo Miguel, hubo un verano en el que todo cambió. Una canasta colgando con cuerdas, unos comentarios de mi primo sobre algunas estrellas NBA, unos pocos tiros y 1x1s, más alguna experiencia gratificante al no ser elegido último en la confección de equipos de las pachangas de mi urbanización, llevaron a mi cabeza la absurda idea de que yo podía ser bueno en esto... Sueños de infancia, supongo.

Ese curso me apunté al baloncesto del cole. Éramos solo 4 alevines y no pudimos hacer equipo. No obstante, nos ofrecieron entrenar con los benjamines y yo no lo dudé. Un año más tarde entraba por primera vez en el campo de la SCD Carolinas. Era infantil de primer año y solo sabía hacer entradas por la derecha en canastas de mini. Yo quería estar en el infantil A, pero se me antojaba un reto imposible. Allí me esperaba David y... fue amor a primera vista. No hay una manera mejor de decirlo. Tenía la personalidad más atractiva que había visto y en apenas un par de meses tenía claro que quería ser como él. Ya tenía mi modelo de entrenador perfecto. Descubrí que quería ser entrenador para ayudar a romper los moldes del sargento autoritario. Quería salirme de la norma. Incipiente adolescencia, me imagino.

Así fue como me entró el veneno. No fue el juego el que me sedujo. Tampoco la vida encumbrada de los deportistas, ni una relación inseparable con Grouxo, mi balón. Fue un líder que se mostraba tan cercano como apasionado, y que supo hacer una apuesta arriesgada con un nene flacucho y raro.

lunes, 22 de agosto de 2016

Si tienes que dejarlo



En los años que llevo dedicado al deporte he descubierto muchos recovecos de esta profesión que dificilmente se pueden comprender plenamente desde fuera. Entré en este mundo atraído por ciertas cosas que, con el paso del tiempo, han perdido mi interés. No obstante, otros aspectos que ni siquiera sabía que existían me mantienen con la pasión intacta. Uno de ellos es ver crecer a las personas.

He coincidido con miles de jugadores. Como es lógico, solo he conocido personalmente a unos cientos, y de estos, mantengo el contacto con unas pocas decenas. Pero creo que acumulo datos suficientes para extrapolar algunas conclusiones desde mi experiencia personal al mundo de la canasta en general. Son reflexiones acerca del abandono del baloncesto.

Cuando cojo un grupo nuevo suelo decirles que mi reto con cada uno de ellos tiene más que ver con cuánto tiempo se mantengan jugando que con cómo de alto lleguen a hacerlo. Si con cuarenta años siguen en la pista, yo seré feliz. Aún así, la mayor parte de los jugadores con los que estuve durante mis primeros diez años de entrenador -hace once ya- no siguen jugando ni están vinculados a este deporte de ninguna manera. Es así; es ley de vida. De los diez alevines que hoy forman un equipo, dentro de veinte años seis o siete ya no tendrán nada que ver con el baloncesto.

No obstante, mi reflexión principal tiene que ver con las razones de este abandono. He podido comprobar que existen tres causas bien diferenciadas y que suelen llevar a escenarios de vida futura muy distintos. 

Aquellos que lo dejan en contra de su voluntad. Sobretodo por lesión o incompatibilidad con el horario laboral. Estos casos son los más dolorosos. En caso de lesión, puede que encuentren otra forma de seguir vinculado.

Aquellos que lo dejan porque tienen una nueva pasión. El baloncesto es desbancado en la escala de preferencias y una nueva inquietud invade los pensamientos y requiere de los esfuerzos extra que antes iban a la pista. Su futuro suele ser igual de brillante y feliz que lo podría haber sido jugando al basket.

Y por último, aquellos que lo dejan sin tener nada mejor que hacer. Frustraciones, decepciones o simple aburrimiento hacen que se pierdan las ganas de forma paulatina hasta que ya no quedan. Este es el caso más peligroso según mi experiencia. Abandonar por no haber obtenido lo que pensabas que merecías es un error con mayúsculas. El futuro de aquellos que tiraron la toalla rara vez ha sido enriquecedor y saludable.

Sé que es raro y falto de fundamento, pero mi consejo es claro aquí: no es buena idea dejar el baloncesto por culpa del baloncesto. Si tienes que dejarlo, que sea por culpa de otra pasión.

jueves, 4 de agosto de 2016

Hacer deporte

Hacer deporte es mucho más de lo que crees. Si solo lo ves por la tele o vas de vez en cuando a algún partido, déjame que te diga que no sabes de qué se trata. Si crees que Cristiano Ronaldo, Messi, Gasol o Nadal son la máxima expresión del deportista, tú no sabes de la misa la mitad. Ellos son todos excelentes, sí. Pero lo son sobretodo en un solo aspecto del deporte. En uno que, en el fondo, no es tan importante: el rendimiento. Hacer deporte -ser deportista- te repito que es mucho más.

Hacer deporte es cuidarse. También es conocerse. Es buscar tu límite y superarlo. Es crecer más de lo que toca. Es sorprender y sorprenderse con los avances. Es llegar a comprender a tus ídolos y saber en tus huesos que no son mejores que tú en todo. Hacer deporte es soñar con dejar un legado... o un legadito.

Hacer deporte es renunciar a vivir sin él. Decir muchos noes y hacer muchos extras. Es barrer tu pista antes de entrenar y es compartir el agua con quien se la dejó en casa. Es integrar a los que son más jóvenes y saber respetar a los veteranos. Es aprender de cada entrenador, de cada compañero, de cada equipo.

Hacer deporte es vivir con energía. Es ser tan optimista como para pensar que durante el rato de práctica, uno puede aspirar a ser perfecto. Lo que como ciudadano es imposible, como deportista tiene todo el sentido.

La excelencia en el intento. Ese es el valor que aporta el deporte. Y con esta cualidad hay otras muchas superestrellas en nuestro entorno que no tienen contratos millonarios. ¡Bien por vosotros, DEPORTISTAS!

miércoles, 4 de mayo de 2016

Diez preguntas


Aquí unas preguntas que puedes empezar a hacerte antes y durante cada ejercicio para desarrollar el pensamiento estratégico:


  1. ¿Cual es el objetivo de este juego?
  2. ¿Qué busca el entrenador con las reglas que ha puesto?
  3. ¿A qué situación que ya conozco se parece?¿Qué hice entonces?¿Funcionó?¿Funcionaría ahora?
  4. ¿Qué es más determinante en esta tarea: algún espacio, algún sujeto, objeto, momento, acción? 
  5. ¿Qué es mejor para el objetivo, intentarlo muchas veces (cantidad) o intentarlo en las mejores condiciones (calidad)?
  6. ¿Qué es mejor para el objetivo, repartir las responsabilidades o compartirlas?
  7. ¿Qué estrategia preveo del rival? ¿Qué podemos hacer nosotros?
  8. ¿Hay alguna acción alegal que me pueda beneficiar? ¿Es ético?
  9. ¿Cómo podemos usar nuestros puntos fuertes?
  10. ¿Qué hacemos si el plan A no funciona?


La mejor parte de nuestro deporte, la más divertida, sucede dentro de nuestras cabezas. Si juegas solo obedeciendo órdenes -o intentándolo- te estás perdiendo lo mejor.

lunes, 25 de abril de 2016

Mentalidad, actitud y carácter



Una buena pregunta para hacer a los jugadores jóvenes es qué factor consideran ellos el más determinante para la consecución del éxito. Quizá algunos apuesten por el físico, la altura, la fuerza, la velocidad… O por el técnico o el táctico, o por la suerte. Suele iniciarse un buen debate del que se extrae mucha información sobre su visión de este deporte y su conocimiento del mundillo que lo rodea. Yo suelo abrir la caja de Pandora cuando quiero hablarles del factor por el que yo me decanto: la MENTALIDAD.

Muy a mi pesar, resulta que aunque se trate de una pregunta trascendental, solo puede ser respondida con términos ambiguos y aproximaciones totalmente subjetivas. Aun así, es mi propósito intentar aclarar algo el asunto.

No todos los entrenadores usamos las mismas palabras para referirnos a los conceptos de nuestro día a día. En algunos casos no hay mucho problema con esto, y donde unos dicen pick otros dicen bloq. En cambio, en otros casos, los conceptos a los que nos queremos referir son demasiados complejos y no están nada delimitados. Así, la mentalidad, la actitud, el carácter o el estado de ánimo pueden ser confundidos y empleados indistintamente para referirse a muy distintas realidades.

Sé que es terreno de la psicología definir estos términos y teorizar sobre ellos. No quiero ser intrusista. Soy entrenador y tengo una visión diferente. Seguro que es menos acertada que la de los buenos psicólogos, ya que yo no uso citas de autores de referencia ni estudios que me respalden, pero son reflexiones y aprendizajes salidos de la pista y espero que reconocibles por mis colegas entrenadores.


MENTALIDAD

La mentalidad es la manera de pensar. Es el modo en el que se percibe todo lo que nos rodea y la forma de tomar decisiones al respecto. La mentalidad competitiva es aquella que percibe retos donde otros ven problemas. La mentalidad ganadora es la que decide hacer mejor lo que es mejorable. La mentalidad inconformista es la que no percibe el éxito como una oportunidad para descansar. La mentalidad colectiva es la que decide dar antes de pedir. La mentalidad humilde es la que percibe la grandeza de todo lo que le rodea y se siente afortunado de tener gigantes a su lado. Una mentalidad fuerte es la que no sucumbe ante la desesperación y sabe tener paciencia y fe. Una mentalidad flexible es aquella que sabe incorporar muebles modernos a la casa donde se crió.

Los jugadores con estas cualidades, que perciben su mejora como un reto constante y que además comprenden que su objetivo es colectivo pero la responsabilidad es individual, consiguen alcanzar su potencial. Una mentalidad bien enfocada permite al deportista afrontar los problemas con la actitud adecuada.


ACTITUD

La actitud, en cambio, no pertenece al plano del razonamiento. Está ligada a las emociones. La actitud es la banda sonora que acompaña nuestros actos, nuestras conductas. Los gestos aislados son solo movimientos de la cara, o los brazos o la espalda. Pero unos cuantos juntos, que se mueven a un mismo ritmo, están haciendo sonar una música de fondo; una con un mensaje para los que saben escuchar. Con los puños en alto tras una canasta, o con el dedo levantado tras una falta. Con la mirada perdida en el horizonte o con el ceño fruncido en un tiempo muerto. La actitud positiva, empática, agradecida, respetuosa, constructiva… y la actitud negativa, temerosa, cínica, indolente.

La actitud se codifica en la mentalidad y fluye hacia lo corpóreo. Es el nexo entre el mundo interior y el exterior. Es el filtro de Instagram que elegimos para que los demás vean cómo somos por dentro. Pero, ¿elegimos realmente nuestra actitud? Sin duda, sí. Lo que sucede es que la construimos con los ladrillos que fabrica nuestra mentalidad. Y esto puede limitar las opciones. Pero es primordial darse cuenta de que cada uno es el único responsable de su actitud, y que las excusas en este ámbito son lastres con las que difícilmente se podrá alzar el vuelo.


CARÁCTER

La RAE lo define como la naturaleza propia de cada cosa que la distingue de las demás. Sin ganas de quitarles ni el afán poético ni su agrietado sillón a los avezados académicos, me gustaría añadir algún apunte que nos permita situar este término en una cancha de baloncesto. Y es que entre las líneas del campo es relativamente fácil darse cuenta de qué es tener carácter; y aún más sencillo comprender qué es no tenerlo. 

Lo que más me gusta de la definición de diccionario que os he adelantado es el final. Y es que un jugador con carácter se sabe importante. Se ve como parte involucrada en el juego y no permite que este le ningunee. Se percibe distinto al resto y siente el impulso de querer influir en lo que suceda. De hecho, se ve en la obligación moral de hacerlo.

Por el contrario, los jugadores sin carácter se victimizan. Desaparecen del juego, asumen su rendición y dejan que los contratiempos les ahoguen. No luchan por lo que creen que es justo, aun estando convencidos de ello. Pueden tener todas las armas preparadas para vencer al rival, y en cambio dejar que el pesimismo les obligue a meter las manos en los bolsillos.

Saberse el camino



Es curioso cómo funciona esto del saber;
del creer que sabes;
del saber en qué creer.
Curioso cómo avanza el tiempo
enseñándonos a verle pasar
y viéndonos quedar atrás…

A veces creo haber llegado a ese plácido rincón iluminado donde yacer sin prisa,
con las mejores vistas y una paz desmedida.
Entonces me acomodo en una esquina
y me pongo mi canción favorita.
Pero incesante el sol avanza,
y mueve las sombras,
y me quedo a oscuras tiritando de resabido.

¡Son las dudas!
¡Son las dudas! Me repito.
Son las dudas que traen pan de pueblo, queso manchego y un buen vino. Me dicen que recoja el chiringuito, que me calce las botas de montaña y, amablemente, me indican el camino.

Y así paso mi tiempo,
recorriendo lo recorrido,
y parándome en cada sitio.
No sé cuán lejos está mi destino
ni me preocupa tenerlo sabido.
Ahora sé que a veces soy hogareño y otras peregrino.