miércoles, 10 de junio de 2015

MVP

He de reconocer que no me gustan las estadísticas; me hacen sentir incómodo. Y no es por culpa de las matemáticas. Los que me conocen bien saben que disfruto con los números y la lógica. Más bien, mi miedo viene de que están encriptadas, la gente no lo sabe y saca conclusiones erroneas. Son como un viejo refrán que has oído mil veces, que sabes terminarlo si alguien lo deja a medias pero que, en realidad, nunca has entendido completamente. Como lo de poner la mano en el fuego por alguien...

Además, como dice un amigo, para cada refrán hay un contrarrefrán, así que vaya mierda de sabiduría. Y con las estadísticas pasa algo similar. Por cada lectura, puede haber una opuesta, o complementaria, o peor, opuesta y complementaria. Si bien es cierto que las estadísticas muestran datos sobre hechos reales, no conviene pensar en términos de verdad o mentira sobre lo que afirman, pues ellas, por sí solas, no afirman nada. Necesitan un observador que las interprete y les haga decir lo que él quiere decir. ¡Las estadísticas son cuánticas!

Hay dos frases sobre las estadísticas que me hacen mucha gracia, aunque no creo que sean del todo verdad:

“Las estadísticas son una forma de mentir con precisión”
“Las estadísticas son como los tangas: dejan ver mucho, pero tapan lo más importante”

Sí quiero hacer una crítica aquí, pero no a las estadísticas sino a los entrenadores y jugadores que las sobrevaloran. A menudo le digo a mis jugadores que esos números en la planilla, o en la libreta de sus padres, no son para ellos. Que las estadísticas son un intento de hacer que todos comprendan algo que solo pueden entender lo que estaban a pie de pista.

Los jugadores deben ver con claridad que solo ellos han podido jugar el partido. Vivirlo y conectarlo con todo lo anterior. Ellos han tenido que decidir si pasar o dar un bote más en ese contrataque que acabó en falta. Y ellos han sido los que se han tragado el amargo orgullo ante la bronca del entrenador. Ellos sí han podido sentir el dolor en las piernas del que no puede dar un paso más y también la gloria al poder darlo. Esas victorias y derrotas minúsculas, de las que está lleno el juego vivo, esas no están en ningún número. Ni pueden estarlo. Porque son efímeras, sutiles y exclusivas de aquel que juega al baloncesto con los cinco sentidos. No del que lo observa cómodamente sentado desde la grada, opinando libremente y sin sentir la carga de ningún grupo por el que velar, con todo el derecho a decir lo que quiera porque él paga su cuota, pero ya sin cuota de confianza para el niño. Para ese, que nunca comprenderá lo que sucede en la cabeza de su hijo cuando decide sacrificarse por sus compañeros, para ese… que se quede con las sobras del festín; que se quede con las estadísticas.